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Los últimos días de la hermana Johana Rivera

“Yo soy una enviada de Dios”. Un vaticinio, un llamado celestial, el destino que tomaría su vida o todas las anteriores. Estando en el colegio, en la secundaria, Johana Rivera Ramos (1987) repetía a sus amigos esa frase algo premonitoria: “Yo soy una enviada de Dios”. Quienes la conocieron hasta sus últimos días coinciden en muchas cosas. Primero, en que era un ser alegre, muy, muy alegre, de corazón tan gigante como el mar y de una perseverancia infinita. Segundo, en que todo pasó tan inesperado, tan rápido, no hubo tiempo para despedidas, ni para un funeral, ni siquiera para un simple adiós. Aunque su vida se apagó lentamente, como la llama de una vela, vivaz, esplendorosa y apacible sobre la que de repente soplaba una ventisca intermitente pero letal. Murió en la Unidad de Cuidados Intensivos de la Clínica Madre Bernarda (1:30 a. m., 27 de marzo, 2020).

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Aunque sintió el ‘llamado de Dios’ en el colegio, quizá era muy joven para tomar alguna decisión. Johana, aquella jovencita, mayor de cinco hermanos de una numerosa familia de San Martín de Loba (sur de Bolívar), continuó con otra pasión, el derecho: “Se presentó en la Universidad de Cartagena, pero no pasó, entonces decidió estudiar en la Universidad Popular del Cesar, quería estar lo más cerca posible del pueblo para visitarnos”, recuerda hoy su hermana Yiseth. “Yo me fui a vivir con ella a Valledupar y mientras yo hacía el bachillerato Johana terminaba la universidad. Cuanto estaba terminado su carrera yo notaba que Johana iba mucho a misa, creo que ahí comenzó a tener ese llamado de Dios por segunda vez”, añade Yiseth. “Luego nos vinimos a vivir a Cartagena las cinco: mi mamá, ella, yo y otras dos hermanas”, sostiene. Estando aquí, un ‘tercer llamado de Dios’ tocó su vida a través de unos seminaristas a los que conoció y quienes le presentaron a las Hermanas Franciscanas de la Inmaculada, una comunidad religiosa con misiones en varios países. Quiso pertenecer a esa congregación, que en Colombia tiene una única sede en Cartagena. Quiso consagrar su vida a Dios y se convirtió en religiosa. Ese ‘llamado de Dios’ quizá también estuvo influenciado por un hecho lamentable y trágico que enlutó a su familia. La muerte de su hermano Giovanni, el segundo de los cinco hermanos, en un paseo recreativo hace 16 años, algo que, dice Yiseth, estremeció a toda su familia, creyente en la fe católica, pero que también los unió más y los acercó más a Dios, incluyendo a Johana. (Lea aquí: “Siempre fue positiva”: Arzobispo de Cartagena sobre monja que murió de coronavirus)

Quienes conocieron a Johana coinciden en muchas cosas. “Era muy echada para adelante, con las ideas muy claras, muy crítica. Lo que pensaba lo decía, pero siempre, todo lo llevaba a la oración”, recalca la religiosa María José Alamar. “Estaba convencida de que Dios la quería como Franciscana, y de que su prioridad era hacer el hacer el bien”, complementa María Consuelo Vilaplana. Johana, María Consuelo y María José conformaban, las tres, la única comunidad de las Hermanas Franciscanas de la Inmaculada en Colombia. “Ahora somos solo dos”, dicen ellas, pues un enemigo invisible y fatal se cruzó en la existencia de Johana. “Siempre estuvo preocupada por los jóvenes. La misión la tenemos en el barrio El Limonar de Arjona es un comedor de niños y de ancianos. Allá ella se encargaba de la catequesis, entre otras cosas, y tenía el proyecto de un aula de refuerzo para estos niños, para que hicieran las tareas y un pequeño club de lectura. Desgraciadamente nos ha quedado el local pero ella no lo ha podido llevar a cabo, esperamos poderlo hacerlo nosotras. Ya habíamos publicado un anuncio en Instagram solicitando ayudas para dotarlo con cómputos y muebles para los niños. Seguiremos en ello”, sostiene María José.

Antes de convertirse en religiosa, Johana entró a estudiar Teología en el Seminario Provincial San Carlos Borromeo, en 2012, y ya estando dentro de su comunidad viajó por dos años como misionera a Perú, desde 2017. El año pasado regresó a Cartagena. Hacía parte la Misión Permanente en la Parroquia La Divina Providencia, quería trabajar con niños sordos y ciegos de Cartagena. “Una mujer totalmente entregada a la misión con sus palabras y sus acciones. Era una monja diferente. Nos regaló una vida fecunda, un testimonio incansable, una entrega a Jesús a través de los jóvenes. Una vida corta pero muy fecunda, se hace fecunda en la forma en que muchos jóvenes la recuerdan, como esa hermana alegre, entregada a su vocación”, narra el padre Leonel Henao Cardona, delegado de la Pastoral Juvenil de la Arquidiócesis de Cartagena, de la que Johana también hacía parte. A todos esos jóvenes siempre les llevó un mensaje de fe, su testimonio, como “enviada de Dios”. (Lea aquí: Se confirma que monja en Cartagena falleció por coronavirus).

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Las Hermanas Franciscanas de la Inmaculada estuvieron confinadas en su casa habitual desde que se decretó el aislamiento social y la cuarentena en Cartagena. Sin embargo, Johana comenzó a tener síntomas en su garganta el 15 de marzo. Los médicos la atendieron en su hogar y asociaron sus dolencias con una amigdalitis. “Al día siguiente amaneció mejor, todos los días nos hacía videollamadas, el martes otra vez volvió el malestar, llamaron al médico otra vez, el miércoles se sintió mejor. Ese día mi mamá hizo unos frijoles rojos y se los mandó, le gustaban mucho. El jueves y viernes se sintió malita, no podía respirar bien. El sábado estaba un poco malita, no podía casi hablar, y las hermanas volvieron a llamar a los médicos, que fueron dos veces a verla. Le mandaron un tratamiento y recomendaron llamar al Dadis (Departamento Administrativo Distrital de Salud), hasta que le contestaron y le hicieron unas preguntas: ¿Que si había entrado en contacto con una persona contagiada con coronavirus?, ella dijo que no, ¿Que si tenía fiebre de más de 38 grados?, ella dijo que sí le había dado pero que en el momento no tenía. No sé por qué decidieron que no aplicaba para hacerle la prueba del coronavirus”, relata Yiseth.

1:30 a.m., marzo 27, 2020
“Siempre pensamos que no era coronavirus, porque de dónde lo iba a agarrar. Si ellas no habían salido de casa”, explica Yiseth. ¿Qué era entonces aquello que aquejaba a la hermana Johana?, si, salvo a algunos principios de hipertensión, era una persona sana. El último día que alguno de los suyos la vería, habló con sor María Consuelo y se mantuvo tranquila. Fue el lunes 23 de marzo, en la Clínica Madre Bernarda, a donde fue ingresada. “Cuando ya llegó la tarde dijeron que la iban a poner en piso. No sé por qué, ya como las 7 de la noche, los médicos dijeron que lo mejor era sedarla y pasarla a Cuidados Intensivos, eso la puso nerviosa. Pidió que no la intubaran hasta que yo no llegara, pero cuando llegué ya la habían intubado. Y tomaron la decisión de no dejarme pasar. No alcancé a verla”, recuerda Yiseth. En adelante, “cada diagnóstico médico era peor que el anterior y mejor que el próximo, un mal sueño”, cuentan las religiosas. “No mostraba evolución. El viernes 27 de marzo, a la 1:30 de la madrugada, el médico nos llamó para decirnos que había fallecido”, sostiene Yiseth. No hubo despedidas. No hubo funeral. Ni adiós. Solo muchas oraciones al cielo. Y una noticia que llegó tarde, muy tarde. “A nosotros, a la familia, directamente nadie nos confirmó nada, el domingo (dos días después de su muerte) nos enteramos por redes sociales que los resultados del examen dieron positivo para coronavirus. No sabemos dónde se pudo contagiar (…) Todo esto ha sido demasiado duro, porque yo creo que nadie quiere despedir a un ser querido de esta manera… No la pudimos ver, estaba envuelta en bolsas y la opción que nos dieron era que debíamos cremarla. Yo, por la experiencia que te estoy diciendo, tengo miedo de salir a la calle. Yo le digo a mi mamá que no vamos a salir hasta que todo esto pase, no hay mejor refugio que nuestra casa, que nuestro hogar”, asegura Yiseth.

Epílogo
Cuando se enteraron que se había convertido en religiosa, sus amigos del colegio se sorprendieron gratamente al ver que aquello que repetía Johana se había vuelto realidad. Era el pilar y la líder de su familia, a quienes acostumbraba a visitar, fue una voz de aliento para muchos jóvenes y niños, y fue la enviada de fe y devoción que Dios puso en la vida de quienes la conocieron. Su llama seguirá iluminándolos.

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