
Por: Glenis Hernandez Banquet – Abogada litigante, Especialista y Magíster en Derecho Procesal.
Han pasado cuarenta años desde aquel 6 y 7 de noviembre de 1985, cuando el Palacio de Justicia símbolo de la razón, el debate y la palabra fue consumido por el fuego. No fue solo el edificio el que cayó bajo las llamas; ardió la confianza en las instituciones, se incineró la fe en el Estado y, junto a los expedientes y los estrados, se extinguieron vidas inocentes que hoy aún claman por verdad y justicia.
Hacer memoria de un pasado que marcó el antes y el después en la historia de Colombia es recordar, defender la verdad, proteger la dignidad y abrir caminos para que estos hechos no se repitan jamás, porque sin memoria no hay justicia, y sin justicia no hay democracia.
Yo nací después, en una época distinta, donde la historia parece contarse más por libros y pantallas que por cicatrices. Sin embargo, al escuchar los relatos de ese día, uno siente el dolor y el eco de un país que presenció el incendio no solo de un palacio, sino de su propia conciencia jurídica. Para mi generación, que no vio la humareda pero hereda sus consecuencias, el Holocausto del Palacio de Justicia no es un recuerdo: es una advertencia.
Para todas las generaciones, cuarenta años después, existen muchas dudas sobre la verdad. El país aún no logra entender: ¿qué pasó en realidad? ¿Por qué la justicia no pudo juzgar su propio holocausto? ¿Cuáles fueron las verdaderas razones que impulsaron al M-19 a irrumpir en el templo de la justicia, y hasta qué punto puede el Estado colombiano considerarse inocente, si en medio del fuego desoyó la súplica del presidente de la Corte que pedía detener la tragedia, permitiendo que la justicia muriera en su propio recinto?
Los juristas aprendemos que la justicia es un valor inmaterial, un principio que ni el tiempo ni la violencia deberían extinguir. Pero aquel día, las balas interrumpieron los alegatos, el miedo silenció la jurisprudencia y el fuego se atrevió a desafiar la dignidad misma de la justicia. Fue un acto que fracturó el alma del Derecho y que aún, cuatro décadas después, sigue buscando reparación en los estrados de la memoria.
El deber de mi generación, esa que no estuvo allí, pero que hoy viste la toga con la esperanza de servir, es recordar que el Derecho no se defiende solo con códigos, sino con valentía moral; que la justicia no se ejerce desde la comodidad, sino desde la ética; y que los tribunales no pueden volver a ser campos de batalla, sino templos de la palabra y la verdad.
El fuego pudo arrasar las formas, las certezas y los muros, pero no alcanzó la dignidad de la justicia, que erguida y serena, permanece invencible ante la ruina. Hoy, cuarenta años después, la verdadera conmemoración no está en el lamento, sino en el compromiso: el de no permitir jamás que la violencia sustituya al Derecho ni que la indiferencia silencie la memoria.
Porque cuando la justicia se quema, lo que arde no es solo un edificio: arde la esperanza de un país entero.
